El susurro de la piedra.

El sol nacía tímido sobre la jungla, proyectando sombras largas sobre las colosales cabezas de piedra, mientras  un joven escultor  alisaba con paciencia la superficie de una roca, mientras en su mente buscaba descifrar los secretos de las formas escondidas en ella. En cada golpe del cincel de obsidiana, dejaba un poco de su alma.

A su alrededor, la aldea despertaba. El aroma del maíz recién molido se mezclaba con el humo de las hogueras. Mujeres con faldas de algodón hilado reían suavemente mientras tejían, y los niños, con collares de jade colgando en sus cuellos, jugaban a las orillas del río. Pero no todo era calma. Unos hombres jóvenes se preparaban para llevar su pesada carga de basalto entre la zona pantanosa. Se alineaban en filas, sudorosos y tensos, formando una cadena humana que serpenteaba a través de la jungla. Transportar la cabeza colosal era un ritual que implicaba fuerza y devoción. La roca, tallada en las montañas lejanas, había sido arrancada de la tierra y esculpida durante ciclos enteros. Ahora, reposaba sobre un artefacto de madera robusta, arrastrada por más de cien brazos que empujaban y jalaban al mismo tiempo. Cada paso recorrido contra el barro pegajoso y las raíces traicioneras que intentaban devorar la carga, eran como liberar una batalla. Con esteras de caña tejida, suavizaban el trayecto, pero aún así, el esfuerzo los doblaba. A cada paso, los sacerdotes lanzaban copal al aire, pidiendo a los dioses  que abrieran el camino hacia el sitio sagrado, donde la cabeza aguardaría por siglos, observando en silencio los días y las noches de los hijos de la selva.

El chico observaba la escena y pensaba en su futuro. Como su padre y su abuelo, deseaba que una de sus creaciones fuese elegida para custodiar el alma de un gran líder. Sin embargo, ese día, al encontrar una grieta en la piedra, algo lo hizo detenerse. “No puedes forzar a la roca a ser lo que no es”, le había dicho su padre. Y con un suspiro, el joven abandonó el cincel y, por primera vez, escuchó el susurro de la piedra.

Con cada pulida, su creación revelaba un rostro distinto: el de un anciano con ojos sabios, nacido no del deseo del artista, sino de la voluntad misma de la piedra. Sonrió, comprendiendo que su papel no era dominar, sino dar vida a aquello que ya habitaba en el silencio de las rocas.

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