El poder de una espada

El siguiente cuento no tiene rigor histórico y presenta una situación que pudo o no haber sucedido.

Era el año 1867. La República había triunfado y el Imperio se desmoronaba entre las ruinas de Querétaro. Benito Juárez, presidente legítimo de México, recorría el país reafirmando el orden constitucional. En la ciudad de Oaxaca, el pueblo lo esperaba con vítores y esperanza; sin embargo, la atmósfera era tensa. A su lado, el General Porfirio Díaz, héroe de la guerra contra la intervención francesa, aguardaba con su acostumbrado  semblante imperturbable.

Juárez descendió de su carruaje y caminó hacia Díaz, quien se mantenía erguido y serio, vestido con el uniforme impecable de los días de batalla. La plaza estaba abarrotada, pero un silencio expectante los rodeaba, como si cada alma contuviera el aliento.

—General Díaz, la patria os debe su libertad, —dijo Juárez, extendiéndole una espada de plata con la hoja pulida y el mango adornado con grabados de la majestuosa águila republicana.

Díaz aceptó la espada con solemnidad, pero sus ojos, oscuros y profundos, se clavaron en los de Juárez como si trataran de leer más allá de las palabras.

—La libertad, señor Presidente, —respondió Díaz en tono grave—, también depende de la mano que la sostiene.

Un destello de algo indescifrable cruzó el rostro de Juárez: respeto, quizá preocupación. Mantuvo la mirada fija en el joven general, tan enérgico, tan lleno de ambición.

—Por eso esta espada está en tus manos ahora, General. Que siempre recuerdes que el poder se sostiene por la justicia, no por la fuerza.

Por un instante, los dos hombres quedaron frente a frente, figuras de mármol esculpidas en un duelo de voluntades. Juárez, el guardián de la ley, parecía medir al hombre que tenía ante él, consciente de la fuerza latente bajo la compostura militar de Díaz. «¿Será él el protector de la República… o su verdugo?», pensó fugazmente.

Díaz asintió, pero una sonrisa casi imperceptible asomó en sus labios.

—La justicia, Señor  Presidente, es una cuestión de perspectiva.

El eco de sus palabras se disolvió en la plaza, pero Juárez supo que en esa respuesta había un presagio de algo más oscuro. Guardó silencio, inclinó la cabeza y se apartó. La multitud estalló en aplausos cuando los dos hombres se estrecharon la mano, ignorantes del torbellino que se agitaba en el alma del joven general.

Años después, la espada que simbolizaba la justicia se transformaría en el símbolo de un yugo. La mano que prometió defender la libertad la utilizaría para someterla, y la nación aprendería que el poder, cuando no es vigilado, se vuelve tan filoso como el filo de una espada.

Imagen ficticia generada por IA
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