El Encuentro

La marea acariciaba las playas con un rumor constante, casi como un susurro. Guaricú, un joven taíno, observaba el horizonte desde su canoa mientras su abuelo, Itama, canturreaba oraciones a Yúcahu, el dios de la yuca. Ese día, sin embargo, algo distinto quebró la calma.

—¿Qué es eso, abuelo? —preguntó Guaricú, señalando unas formas extrañas que asomaban en la línea donde el cielo besa al mar.

Itama entrecerró los ojos y su voz, siempre serena, se tornó grave.
—Canoas grandes como montañas… Nunca he visto algo así.

Al anochecer, las «montañas flotantes» llegaron a la bahía. De ellas descendieron hombres con piel pálida y armaduras que relucían bajo el sol. Cristóbal Colón, al frente, extendió sus manos en un gesto amistoso. Guaricú, con la curiosidad de la juventud, quiso acercarse, pero Itama lo detuvo.

—Espera. El bosque escucha y nos advierte con su silencio.

Mientras los taínos se congregaban para recibir a los extraños, Colón habló a sus hombres.
—Miradlos. Son como niños. Estos nos obedecerán, no hay duda.
Uno de sus marineros murmuró:
—¿Y si son los guardianes de un paraíso prohibido?

Colón sonrió.
—El paraíso está donde nosotros lo reclamemos.

Guaricú, aunque no entendía sus palabras, observó sus gestos. Esa sonrisa le pareció más afilada que las dagas que colgaban de sus cinturas.

—Abuelo, ¿qué crees que quieren? —preguntó en voz baja.
Itama suspiró, tocando la tierra con sus dedos arrugados.
—Dicen traer paz, pero sus ojos buscan algo más. Cuida tu corazón, Guaricú, porque hay mares que no se cruzan con canoas, sino con sueños rotos.

Al caer la noche, mientras los extraños celebraban con risas y vino, Itama y Guaricú se retiraron al bosque.
—Abuelo, ¿por qué no los enfrentamos?
Itama miró las estrellas, las mismas que siempre los guiaban.
—Porque no siempre se lucha con macanas. A veces, el espíritu resiste como la roca al río: firme y silencioso.

Guaricú no respondió, pero en su pecho sintió el peso de una verdad. Aquel encuentro no era el principio de una amistad, sino el eco de una tormenta que recién se avecinaba.

Palabras sabias

El padre y el hijo se sentaron al borde del canal, donde los reflejos de las estrellas bailaban sobre el agua negra. Las canoas pasaban en silencio, y el eco de los tambores de un templo distante llenaba el aire. El hombre, curtido por los años y las batallas, ajustó el manto de su hijo y lo miró con gravedad.

—Escucha bien, Cuauhtli. Estas palabras te harán fuerte como la piedra y sabio como el viento.

El niño, apenas con nueve lluvias, asentía con la seriedad de un hombre.

—Primero, camina siempre con la frente en alto, pero nunca tan alto que olvides a los que pisan la tierra contigo. La humildad es la raíz de los grandes hombres.

—¿Y si alguien me ofende, padre? —preguntó Cuauhtli, apretando los puños.

El hombre sonrió, colocando una mano en el hombro del niño.

—La ofensa no es más que un viento pasajero, hijo mío. Si puedes, resiste. Si no, responde como el jaguar: con fuerza, pero sin rabia. Nunca pelees por orgullo vacío; pelea por aquello que tu corazón sabe justo.

El niño bajó la mirada, pensando.

—¿Y cómo sé qué es justo?

El padre suspiró y señaló al cielo.

—Escucha a los dioses, pero escucha también a tu madre, a los ancianos, a tu pueblo. La justicia no siempre es un camino claro, pero si caminas con respeto y amor, tus pasos no se desviarán.

El niño asintió, absorbiendo cada palabra como agua en tierra seca.

—¿Y si fallo, padre?

El hombre sonrió y revolvió el cabello del niño.

—Todos fallamos, Cuauhtli. Pero el verdadero guerrero es el que se levanta después. Así como el sol, que siempre vuelve a iluminar al Anáhuac.

Las palabras quedaron flotando en el aire mientras el hombre y su hijo regresaban al hogar, dejando atrás el murmullo del agua y las estrellas.

El rugido del pueblo

La plaza de Tenochtitlan era un hervidero de voces, una tormenta de furia contenida. Moctezuma, de pie en el balcón del palacio, sentía el peso de ser Tlatoani, pero también el de un hombre roto. Las piedras de los templos, ennegrecidas por el humo de los sacrificios, parecían ahora testigos mudos de su impotencia. El aire olía a desesperación, un amargo perfume de muerte y traición.

«¡Hijos del Anáhuac!», alzó la voz, tratando de calmar las olas de cólera que azotaban su ciudad. Pero su tono no era el del guerrero que había liderado conquistas, sino el de un hombre atrapado entre dos mundos: el del águila y el del hierro extranjero. «Nuestros dioses han puesto esta prueba en nuestro camino. Este sufrimiento… no es eterno. ¡Escuchen!»

Las palabras se quebraban antes de llegar al pueblo. Desde abajo, una mujer lo señaló con el rostro marcado por lágrimas. «¡Nos entregaste a los teules!» gritó. Un guerrero, con el escudo agrietado y sangre seca en el rostro, lo acusó con su silencio, su mirada de reproche más afilada que cualquier obsidiana.

La primera piedra voló. No fue la que lo mató, pero golpeó su hombro como una premonición. Moctezuma titubeó, sintiendo cómo el aire de su ciudad, su amada Tenochtitlan, se volvía pesado. «Yo quise protegerlos», murmuró más para sí mismo que para los demás. «Lo hice por ustedes…»

Entonces, una segunda piedra. Esta vez, el impacto directo en su frente. El gran tlatoani cayó, no como el águila imperial que los códices venerarían, sino como un hombre derrotado por sus propios hijos.

En su último aliento, susurró: «Quizá, solo quizá, los dioses me dieron el rostro equivocado para este destino.» Y el eco de su voz se perdió entre el rugido del pueblo y el llanto de Tenochtitlan.