El padre y el hijo se sentaron al borde del canal, donde los reflejos de las estrellas bailaban sobre el agua negra. Las canoas pasaban en silencio, y el eco de los tambores de un templo distante llenaba el aire. El hombre, curtido por los años y las batallas, ajustó el manto de su hijo y lo miró con gravedad.
—Escucha bien, Cuauhtli. Estas palabras te harán fuerte como la piedra y sabio como el viento.
El niño, apenas con nueve lluvias, asentía con la seriedad de un hombre.
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—Primero, camina siempre con la frente en alto, pero nunca tan alto que olvides a los que pisan la tierra contigo. La humildad es la raíz de los grandes hombres.
—¿Y si alguien me ofende, padre? —preguntó Cuauhtli, apretando los puños.
El hombre sonrió, colocando una mano en el hombro del niño.
—La ofensa no es más que un viento pasajero, hijo mío. Si puedes, resiste. Si no, responde como el jaguar: con fuerza, pero sin rabia. Nunca pelees por orgullo vacío; pelea por aquello que tu corazón sabe justo.
El niño bajó la mirada, pensando.
—¿Y cómo sé qué es justo?
El padre suspiró y señaló al cielo.
—Escucha a los dioses, pero escucha también a tu madre, a los ancianos, a tu pueblo. La justicia no siempre es un camino claro, pero si caminas con respeto y amor, tus pasos no se desviarán.
El niño asintió, absorbiendo cada palabra como agua en tierra seca.
—¿Y si fallo, padre?
El hombre sonrió y revolvió el cabello del niño.
—Todos fallamos, Cuauhtli. Pero el verdadero guerrero es el que se levanta después. Así como el sol, que siempre vuelve a iluminar al Anáhuac.
Las palabras quedaron flotando en el aire mientras el hombre y su hijo regresaban al hogar, dejando atrás el murmullo del agua y las estrellas.