Similitudes entre el gobierno de Luis Echeverría y el de Andrés Manuel López Obrador. Cuando la historia se repite.

Al observar el panorama político actual en México, resulta inquietante el eco que resuena entre el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y la administración de Luis Echeverría Álvarez. A pesar de las diferencias de época, contexto internacional y acceso a la información, ciertos rasgos parecen heredarse de la década de los setenta a nuestros días, iluminando las aristas de un poder que se dice renovador, pero que a ratos evidencia tácticas y visiones no tan nuevas.

Una de las similitudes más evidentes es el tono discursivo: en ambos casos se recurrió con frecuencia a un lenguaje cercano al pueblo, a la retórica nacionalista y a la exaltación de la soberanía. Al igual que Echeverría buscaba presentarse como el gran garante de la justicia social, López Obrador se ha erigido como el paladín de una “Cuarta Transformación”, que promete acabar con los males heredados. Esta supuesta cercanía con la gente, basada en giras constantes, comparecencias públicas y una narrativa centrada en el “pueblo bueno”, recuerda las giras interminables y las promesas de desarrollo compartido que Echeverría enarbolaba en su momento.

La intervención del Estado en la vida económica del país es otro punto que remite a aquellos años. Echeverría alentó una mayor participación estatal con la esperanza de distribuir la riqueza y frenar las desigualdades; del mismo modo, López Obrador promueve el rescate de sectores estratégicos, el fortalecimiento de Pemex y CFE, y la puesta en marcha de megaproyectos con la esperanza de convertirlos en palancas del desarrollo nacional. Estas políticas, si bien enarbolan banderas populares, despiertan el fantasma del paternalismo estatal y del excesivo protagonismo gubernamental, volviendo a encender el debate sobre hasta qué punto el Estado debe mediatizar el mercado y la sociedad civil.

Por otra parte, la comunicación oficial, más allá de las diferencias tecnológicas, guarda inquietantes paralelismos. Las conferencias matutinas de López Obrador con sus señalamientos directos a medios y críticos nos remiten a un pasado en el que el Poder Ejecutivo marcaba la pauta del discurso público, creando un ambiente polarizado y señalando a los opositores como traidores a la patria o agentes de intereses oscuros. La insistencia en tener el monopolio de la narrativa, de establecer quién es “el enemigo interno” y de decidir qué voces merecen ser amplificadas, hace eco de las estrategias políticas de control del discurso propias del echeverrismo, aunque hoy se presente bajo un ropaje más “horizontal” y con mayor interacción ciudadana, al menos en apariencia.

La promesa de transformación y las reformas promovidas desde el poder actual evocan esa vieja tentación del presidencialismo mexicano: moldear instituciones a placer, diluir contrapesos y centralizar decisiones bajo la premisa de un poder iluminado que sabe lo que el país necesita. Igual que en tiempos de Echeverría, la justificación moral recae en el discurso del bienestar del pueblo, pero, en el fondo, se abre la pregunta: ¿no termina siendo el propio poder el principal beneficiario de estas remodelaciones institucionales?

Si bien el contexto es otro —México ya no es el país aislado de los años setenta, y la sociedad civil es más crítica y organizada. Los discursos mesiánicos, las promesas de reformas profundas, el nacionalismo exaltado y la desconfianza hacia la crítica parecen pintar un fresco ideológico que no se ha secado con el paso de las décadas. La reflexión es inevitable: ¿estamos ante una auténtica renovación del proyecto nacional o presenciamos la puesta en escena de un guion que ya conocemos demasiado bien? En esa pregunta reside el desafío para la ciudadanía que debe aprender a discernir, entre la incredulidad y la esperanza, cuál es el verdadero contenido del cambio y cuál es el eco persistente, de nuestro propio pasado.

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