El humo de los tacos al carbón se mezclaba con el aroma metálico de la lluvia. Entre las calles de la colonia Roma, Jaime ajustaba su cámara fotográfica. A pocos kilómetros, el Estadio Olímpico se iluminaba como un sueño modernista, un monumento al progreso que el gobierno presumía como el rostro nuevo de México. Pero en los muros que flanqueaban las calles, las consignas pintadas con aerosol hablaban otro idioma: “¡2 de octubre no se olvida!”
“¿Lo ves, mamá?” murmuró Sofía, su hermana menor, señalando las pancartas que ondeaban en una marcha a lo lejos. La chica, de apenas diecisiete años, había comenzado a hablar de libertad con una pasión que Jaime encontraba contagiosa y aterradora.
“Deberías quedarte en casa, Sofi”, dijo él mientras enfocaba su lente hacia la avenida. En su mente resonaban las palabras de su madre: ‘Este movimiento no es para nosotros, hijo. Ya bastante tenemos con el pan de cada día.’ Pero Sofía no estaba de acuerdo.
“¿Y qué van a hacer, Jaime? ¿Callarnos a todos porque molestamos su fiesta? No pueden tapar el país con banderas y anillos olímpicos.”
El clic de la cámara fue su única respuesta. Capturó a un niño que vendía globos, el rostro pintado con los colores de la bandera mexicana. La imagen era perfecta, pero la contradicción lo sacudía: ¿Cómo narrar en una foto un México dividido entre el fulgor olímpico y el clamor de las calles?
Al día siguiente, mientras el pebetero ardía en la inauguración de los Juegos, Sofía se marchó con sus amigos al Zócalo. Jaime la siguió, escondido entre la multitud. Los cánticos de los estudiantes competían con los aplausos que llegaban desde las transmisiones televisivas en los bares.
De pronto, una fila de granaderos avanzó. La multitud se desmoronó como un murmullo que se rompe en gritos. Jaime perdió de vista a Sofía. Se abrió paso entre empujones, con la cámara aferrada a su pecho.
Finalmente, la vio. Estaba quieta, frente a un escudo reluciente. Aún con lágrimas en los ojos, sostenía una flor.
Esa noche, cuando Jaime reveló las fotos, detuvo su mirada en una sola: Sofía, pequeña y frágil, pero firme como una estatua, frente a una hilera de cascos brillantes. Al fondo, las luces de neón del México Olímpico brillaban indiferentes.
Jaime cerró los ojos y pensó en el título para su exposición. Cuando abrió la boca, susurró lo inevitable: “Los ecos del estadio y la plaza”.