El origen de los Atlantes de Tula

La sequía arrasó Tollan como un cuchillo. Los niños morían de inanición, las mujeres buscaban agua arañando la tierra, y los dioses parecían haberse vuelto sordos e indiferentes. El sumo sacerdote, desesperado, anunció:
—Solo un sacrificio mayor podrá abrir los cielos.

Esta vez, no fueron elegidos animales ni prisioneros. Lo fueron los guerreros más leales, aquellos que habían jurado proteger la ciudad incluso más allá de la muerte. Fueron llevados y puestos al fondo de grandes moldes cercanos a un volcán, de donde extrajeron magma para cubir su cuerpo, que al enfriarse se tranformó en basalto, se les pintaron los ojos de azul turquesa. La multitud lloraba por la ausencia de los soldados de Tollan.

Cuando un hechizo extraño fue pronunciado, la tierra tembló. Un fuego verde descendió del cielo y penetró los cuerpos de los guerreros. Sin embargo, no murieron. A pesar de sus gritos no se tuvo compasión. Se estiraron, se endurecieron, y la carne se volvió piedra. Los músculos se petrificaron en eternas vigas, y sus rostros quedaron fijos en una mueca de sufrimiento que simulaba firmeza.

Entonces llovió por cuarenta días. El agua salvó a Tollan, y los Atlantes quedaron, inmóviles, vigilando con ojos vacíos.

Con los siglos, la gente olvidó el horror del ritual. Dijeron que eran esculturas, símbolos, guardianes tallados por manos humanas. Pero quienes se han atrevido a mirarlos de noche aseguran ver grietas latiendo como venas, y escuchar en el silencio el eco de un grito ahogado.

Los Atlantes no fueron construidos. Fueron creados. Guerreros convertidos en piedra, atrapados en su promesa de defender Tollan para siempre.

Y ahí siguen hoy, mirando hacia el horizonte. En espera de salir de su prisión de piedra

PREGUNTAS GUÍA

La historia muestra cómo, con el tiempo, la gente olvidó el horror del ritual y los consideró simples esculturas. ¿Qué nos dice esto sobre la forma en que las sociedades reescriben su pasado para ocultar lo que no quieren recordar?

La negrura del Cenote

En lo profundo del cenote sagrado de Chichén Itzá, los elegidos eran arrojados para complacer a Chaac, algo había cambiado. El agua se tornó negra, inmóvil.

Ajpú, un joven sacerdote, escuchó un murmullo al caer la noche. No venía de la selva, venía del agua misma.

—¿Por qué nos lanzaste si aún teníamos miedo? —susurraban voces infantiles.
—¡Chaac exigía su sangre! ¡No fue mi decisión! —respondió Ajpú, desesperado.

El cenote no escuchaba excusas. Una figura emergió del agua: era un niño con rostro devorado por peces, envuelto en lodo y collares de oro.

—Tú nos miraste a los ojos antes de empujarnos —dijo, tocándole la frente—. Ahora verás con los nuestros.

Desde entonces, Ajpú vaga ciego por las ruinas, sus ojos convertidos en dos piedras de jade. Y cada vez que alguien se acerca al cenote, escucha un sollozo que no pertenece al viento.

¿Hasta qué punto la obediencia a una autoridad o tradición nos exime de la responsabilidad individual sobre nuestros actos?

¿El castigo de Ajpú—ver el mundo a través del dolor que causó—es una condena cruel o una forma de justicia poética?