El peso del estilete

El sol aplastaba las llanuras de Sumer, y la sombra del zigurat de Ur se extendía sobre las casas de adobe. En la plaza, Zamu, un escriba de trece años, bajó la cabeza al paso de un noble en su carro de bueyes. Su padre, artesano del templo, siempre le repetía lo mismo: cada quien tiene su lugar. Los dioses arriba, después el rey, los sacerdotes, los funcionarios, los campesinos… y al final, ellos, los que escribían para que los demás mandaran.

Cada mañana, Zamu cargaba tablillas de arcilla hacia el templo. Allí, los sacerdotes le dictaban ofrendas, tributos y leyes. A veces mencionaban al rey Ur-Nammu y sus códigos tallados en piedra: “El fuerte no debe oprimir al débil”. Bonitas palabras, pensaba Zamu. Aunque no para todos.

En casa, su madre molía cebada desde antes del amanecer y casi nunca comía; su hermana tejía ropas para los sacerdotes, pero ni siquiera podía entrar al templo. Zamu escribía. Sin equivocarse. Un error y podía perder la mano.

Una tarde, al entregar una tablilla, se armó de valor y le preguntó al sumo sacerdote:
—¿Por qué los dioses necesitan tanto de nosotros?
El sacerdote lo miró condescendiente y sonrió:
—Porque así son las cosas. Porque el cielo lo decretó. Y porque alguien debe recordar su voluntad.

Zamu asintió en silencio. Pero esa noche, bajo las estrellas del Éufrates, escondió una tablilla donde, por primera vez, escribió preguntas que podían ser consideradas peligrosas.

Actividades de reflexión

  1. ¿Qué papel cumplía cada grupo social en la antigua Mesopotamia y cómo se reflejaba esa jerarquía en la vida diaria de personajes como Zamu y su familia?
  2. ¿Crees que la ley de Ur-Nammu realmente protegía a los más débiles? ¿Por qué podría haber diferencias entre lo escrito y lo vivido?
  3. ¿Qué representa la acción de Zamu al escribir sus propias preguntas en secreto? ¿Qué nos dice eso sobre el poder del conocimiento en una sociedad jerárquica?

También sangran

Los primeros en verlos fueron los ancianos. Desde las alturas del cerro de Cacaxtla, observaron con una mezcla de asombro y temor, cómo las criaturas pálidas descendían montadas sobre bestias de cuatro patas, con piel de hierro y una actitud arrogante. Hablaban en una lengua extraña, vestían como obsidiana bruñida y no comían maíz, sino carne seca y pan amargo. Muchos, confundidos por las antiguas profecías, pensaron que eran dioses que regresaban del oriente.

Pero los dioses no maltratan a los que los reciben con flores.

Xóchitl, curandera de su calpulli, fue testigo de cómo dos hombres de Castilla —Gonzalo y Martín— azotaron a un niño por tocar su armadura. Vio cómo obligaron al anciano Teuhtli a arrastrar pesados barriles bajo el sol abrasador, negándole incluso el agua, y cómo tomaron a su nieta Ayelén para servirles como esclava. «Los dioses no huelen a sudor ni gritan como perros rabiosos», murmuró Xóchitl, mientras sus manos, llenas de rabia y dolor, tallaban con furia contenida una figura de madera con rostro de calavera y alas de colibrí.

Bajo el manto de una noche sin luna, los tlaxcaltecas guiaron a los españoles al bosque con el pretexto de revelarles un santuario perdido, cubierto de oro. Los invasores reían, entorpecidos por el pulque, completamente ajenos a lo que se tejía entre las sombras de los árboles. Cuando estuvieron lo bastante adentrados en la espesura, Xóchitl sopló un polvo que portaba en una bolsita de cuero. El fino polvo se propagó, y uno a uno, alcanzados por un hechizo silencioso, cayeron en un sueño profundo e inexorable.

Al despertar, Gonzalo y Martín no reconocieron el mundo. Ya no estaban en el bosque, parecían estar en una llanura desolada bajo un cielo de un color rojo sangre, sin sol ni luna. El aire, impregnado a ceniza y cobre, hacía difícil el respirar. Sus armaduras, antes relucientes, se habían fundido con su carne, formando una segunda piel llena de protuberancias metálicas y oxidadas. Intentaron gritar, pero de sus bocas sólo salió un sonido seco.

Entonces comenzó el verdadero castigo. Las figuras que Xóchitl había tallado —calaveras con alas de colibrí— cobraron vida a su alrededor, zumbando con un ruido que taladraba sus cerebros. Eran los tzitzimimeh, espectros femeninos que tenían un cuerpo formado de huesos y que, alrededor de sus cabezas y cuellos, portaban corazones humanos del ocaso que habían invocado su nombre. Cada día, eran tendidos en una piedra de sacrificios, clavaban puntas de maguey entre las uñas de los pies, provocando que aullaran de dolor; para después ser azotados con varas delgadas de tule, para «aflojar» la piel, propiciaba la inflamación del tegumento, el sistema que constituye la envoltura protectora externa del cuerpo humano, y así deshollarla. Finalmente, los seres arrancaban su corazón, haciéndoles contemplar su órgano aún latiendo. Y así, todos los días.

Los prisioneros no envejecieron, ni murieron. El hechizo de Xóchitl y la furia de los dioses antiguos los habían atrapado en el mictlán, el inframundo, para ser eternamente torturados. Su dios los había olvidado en aquel rincón de la creación, mientras el mundo de los vivos, el que habían saqueado, seguía girando, indiferente, bajo el sol.

Y en lo alto del cerro, Xóchitl contemplaba el horizonte, y con tristeza confirmaba que hermanos tlaxcaltecas se habían unido a los invasores. Sabía que eso cambiaría la historia.