—¿Este es, entonces, el emperador? —pregunté en un susurro a Fray Olmedo mientras nos acercábamos. Las grandes plumas que adornaban la cabeza de Moctezuma mostraban el poder que tenía sobre su pueblo, y a su lado, los nobles mexicas mantenían sus rostros impasibles, aunque se percibía el miedo en sus ojos.
—Sí, hermano—, respondió el fraile, con un tono solemne—. Este es Moctezuma, el que gobierna sobre esta vasta tierra.
Frente a nosotros, Cortés desmontaba de su caballo con una sonrisa que rozaba en lo vulgar. Lo había visto usarla antes, una máscara que ocultaba sus verdaderas intenciones. Moctezuma avanzó con lentitud, acompañado por su séquito. No parecía un rey en su esplendor, sino un hombre atrapado en sus propios temores.
—¿Y crees que nos recibirá como amigos? —pregunté, consciente de la tensión en el aire.
—Eso cree él —contestó Fray Olmedo, mirando cómo Moctezuma extendía sus manos hacia Cortés—. Aunque desconozca el engaño.
—¿Qué dirán cuando se entere de nuestras verdaderas intenciones?
Fray Olmedo no respondió de inmediato. Solo observó cómo Moctezuma colocaba un collar de oro alrededor del cuello de Cortés, quien, a su vez, respondía con palabras que no entendía, pero cuyo tono era claramente de dominio.
—Rezaremos por su alma, hermano —dijo finalmente, con voz grave—. Y por la nuestra.
La ceremonia continuaba, pero yo ya no escuchaba las palabras. Solo quedaba el silencio que precede a la tormenta.
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