Contexto: Tianguis de Tlatelolco, México prehispánico
—¡Amiga, ven, mira esta obsidiana! Refleja el sol como el agua misma —dijo el comerciante, levantando un cuchillo ceremonial. La hoja negra brillaba bajo la luz que caía desde el cielo despejado.
—Parece buena —murmuró Itzel, pasando los dedos sobre el filo sin perder de vista al vendedor—, pero necesito tres por lo que pides por uno. Mi esposo caza para tres familias y sus manos necesitan herramientas resistentes.
—¿Tres? ¡Mejor llévate piedras de río! —bromeó el comerciante, echándose a reír. A su alrededor, los gritos del mercado se mezclaban en un mosaico de ofertas: tamales calientes, cacao en polvo, y mantas de algodón. Cada rincón del tianguis de Tlatelolco latía con vida.
Itzel entrecerró los ojos. Sabía cómo se negociaba en el mercado más grande del Anáhuac, donde se intercambiaban desde esclavos hasta plumas de quetzal. Ella no era novata.
—Dame tres o buscaré a tu vecino. Me han dicho que sus cuchillos no se quiebran ni contra los huesos más duros.
El comerciante la observó por un momento, calculando. Sabía que si la dejaba ir, perdería una venta importante.
—Está bien, está bien —cedió con un suspiro—. Tres cuchillos y, además, te doy estas cuentas de jade. Para que veas que sé reconocer a una buena clienta.
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Itzel tomó los cuchillos y las cuentas, sonriendo con satisfacción. Antes de irse, miró al comerciante y, con una leve inclinación de cabeza, dijo:
—Siempre es un placer hacer buenos tratos… si sabes con quién hablar.
El comerciante se quedó mirándola mientras desaparecía entre la multitud, donde los colores y aromas del mercado seguían envolviendo todo: cacao amargo, guajolotes vivos, y comerciantes regateando hasta la última gota de saliva. Era en ese mercado donde se decidía el pulso económico de la gran Tenochtitlan, y todos sabían que quien no negociaba bien, no sobrevivía.