El rugido del pueblo

La plaza de Tenochtitlan era un hervidero de voces, una tormenta de furia contenida. Moctezuma, de pie en el balcón del palacio, sentía el peso de ser Tlatoani, pero también el de un hombre roto. Las piedras de los templos, ennegrecidas por el humo de los sacrificios, parecían ahora testigos mudos de su impotencia. El aire olía a desesperación, un amargo perfume de muerte y traición.

«¡Hijos del Anáhuac!», alzó la voz, tratando de calmar las olas de cólera que azotaban su ciudad. Pero su tono no era el del guerrero que había liderado conquistas, sino el de un hombre atrapado entre dos mundos: el del águila y el del hierro extranjero. «Nuestros dioses han puesto esta prueba en nuestro camino. Este sufrimiento… no es eterno. ¡Escuchen!»

Las palabras se quebraban antes de llegar al pueblo. Desde abajo, una mujer lo señaló con el rostro marcado por lágrimas. «¡Nos entregaste a los teules!» gritó. Un guerrero, con el escudo agrietado y sangre seca en el rostro, lo acusó con su silencio, su mirada de reproche más afilada que cualquier obsidiana.

La primera piedra voló. No fue la que lo mató, pero golpeó su hombro como una premonición. Moctezuma titubeó, sintiendo cómo el aire de su ciudad, su amada Tenochtitlan, se volvía pesado. «Yo quise protegerlos», murmuró más para sí mismo que para los demás. «Lo hice por ustedes…»

Entonces, una segunda piedra. Esta vez, el impacto directo en su frente. El gran tlatoani cayó, no como el águila imperial que los códices venerarían, sino como un hombre derrotado por sus propios hijos.

En su último aliento, susurró: «Quizá, solo quizá, los dioses me dieron el rostro equivocado para este destino.» Y el eco de su voz se perdió entre el rugido del pueblo y el llanto de Tenochtitlan.

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