En lo profundo del cenote sagrado de Chichén Itzá, los elegidos eran arrojados para complacer a Chaac, algo había cambiado. El agua se tornó negra, inmóvil.
Ajpú, un joven sacerdote, escuchó un murmullo al caer la noche. No venía de la selva, venía del agua misma.
—¿Por qué nos lanzaste si aún teníamos miedo? —susurraban voces infantiles.
—¡Chaac exigía su sangre! ¡No fue mi decisión! —respondió Ajpú, desesperado.
El cenote no escuchaba excusas. Una figura emergió del agua: era un niño con rostro devorado por peces, envuelto en lodo y collares de oro.
—Tú nos miraste a los ojos antes de empujarnos —dijo, tocándole la frente—. Ahora verás con los nuestros.
Desde entonces, Ajpú vaga ciego por las ruinas, sus ojos convertidos en dos piedras de jade. Y cada vez que alguien se acerca al cenote, escucha un sollozo que no pertenece al viento.

¿Hasta qué punto la obediencia a una autoridad o tradición nos exime de la responsabilidad individual sobre nuestros actos?
¿El castigo de Ajpú—ver el mundo a través del dolor que causó—es una condena cruel o una forma de justicia poética?