Los primeros en verlos fueron los ancianos. Desde las alturas del cerro de Cacaxtla, observaron con una mezcla de asombro y temor, cómo las criaturas pálidas descendían montadas sobre bestias de cuatro patas, con piel de hierro y una actitud arrogante. Hablaban en una lengua extraña, vestían como obsidiana bruñida y no comían maíz, sino carne seca y pan amargo. Muchos, confundidos por las antiguas profecías, pensaron que eran dioses que regresaban del oriente.
Pero los dioses no maltratan a los que los reciben con flores.
Xóchitl, curandera de su calpulli, fue testigo de cómo dos hombres de Castilla —Gonzalo y Martín— azotaron a un niño por tocar su armadura. Vio cómo obligaron al anciano Teuhtli a arrastrar pesados barriles bajo el sol abrasador, negándole incluso el agua, y cómo tomaron a su nieta Ayelén para servirles como esclava. «Los dioses no huelen a sudor ni gritan como perros rabiosos», murmuró Xóchitl, mientras sus manos, llenas de rabia y dolor, tallaban con furia contenida una figura de madera con rostro de calavera y alas de colibrí.
Bajo el manto de una noche sin luna, los tlaxcaltecas guiaron a los españoles al bosque con el pretexto de revelarles un santuario perdido, cubierto de oro. Los invasores reían, entorpecidos por el pulque, completamente ajenos a lo que se tejía entre las sombras de los árboles. Cuando estuvieron lo bastante adentrados en la espesura, Xóchitl sopló un polvo que portaba en una bolsita de cuero. El fino polvo se propagó, y uno a uno, alcanzados por un hechizo silencioso, cayeron en un sueño profundo e inexorable.
Al despertar, Gonzalo y Martín no reconocieron el mundo. Ya no estaban en el bosque, parecían estar en una llanura desolada bajo un cielo de un color rojo sangre, sin sol ni luna. El aire, impregnado a ceniza y cobre, hacía difícil el respirar. Sus armaduras, antes relucientes, se habían fundido con su carne, formando una segunda piel llena de protuberancias metálicas y oxidadas. Intentaron gritar, pero de sus bocas sólo salió un sonido seco.
Entonces comenzó el verdadero castigo. Las figuras que Xóchitl había tallado —calaveras con alas de colibrí— cobraron vida a su alrededor, zumbando con un ruido que taladraba sus cerebros. Eran los tzitzimimeh, espectros femeninos que tenían un cuerpo formado de huesos y que, alrededor de sus cabezas y cuellos, portaban corazones humanos del ocaso que habían invocado su nombre. Cada día, eran tendidos en una piedra de sacrificios, clavaban puntas de maguey entre las uñas de los pies, provocando que aullaran de dolor; para después ser azotados con varas delgadas de tule, para «aflojar» la piel, propiciaba la inflamación del tegumento, el sistema que constituye la envoltura protectora externa del cuerpo humano, y así deshollarla. Finalmente, los seres arrancaban su corazón, haciéndoles contemplar su órgano aún latiendo. Y así, todos los días.
Los prisioneros no envejecieron, ni murieron. El hechizo de Xóchitl y la furia de los dioses antiguos los habían atrapado en el mictlán, el inframundo, para ser eternamente torturados. Su dios los había olvidado en aquel rincón de la creación, mientras el mundo de los vivos, el que habían saqueado, seguía girando, indiferente, bajo el sol.
Y en lo alto del cerro, Xóchitl contemplaba el horizonte, y con tristeza confirmaba que hermanos tlaxcaltecas se habían unido a los invasores. Sabía que eso cambiaría la historia.

