De cuando se ofreció a México a un Imperio

El presente es un cuento sin rigor histórico de una situación que pudo o no haber pasado.

La luz de las velas parpadeaba en el despacho del emperador Napoleón III. Detrás de la mesa de caoba, el monarca escuchaba en silencio al emisario mexicano. El hombre, vestido con un sobrio frac negro y un medallón reluciente al cuello, deslizaba sus palabras con la precisión de un sastre:

—Majestad, México está dividido y convulsionado. Los conservadores le ofrecemos la oportunidad de traer el orden bajo la sombra de su manto imperial.

Napoleón III, con la mirada fija en el mapa del continente americano, entrelazó las manos con parsimonia.

—¿Y cómo esperan ustedes que Francia tome semejante riesgo, señor Almonte? —su voz, tranquila pero afilada, cortaba el aire—. México ha expulsado a imperios antes.

Juan Nepomuceno Almonte, hijo del insurgente Morelos, pero conservador por convicción, inclinó la cabeza apenas lo suficiente como para no parecer servil.

—No hablamos de una invasión, majestad, sino de un llamado. Los pueblos necesitan un guía, y Maximiliano de Habsburgo, bajo su beneplácito, podría ser el emperador. Su nombre traería la estabilidad que nuestro México tanto anhela.

Napoleón apoyó el codo en el brazo de la silla y se frotó la barbilla, pensativo. Las sombras jugaban en las paredes, como augurando un destino incierto.

—Un emperador en América… Interesante. Pero, ¿y Juárez? ¿El llamado presidente legítimo?

Almonte sonrió apenas, confiado.

—Juárez es un hombre tenaz, pero un hombre al fin. Sus recursos son limitados, su tiempo se agota. Usted, majestad, podría poner un pie firme en el Nuevo Mundo antes de que los norteamericanos lo reclamen todo.

Napoleón se levantó y caminó hacia la ventana. París dormía, ajena a las intrigas que cambiarían el rumbo de dos naciones.

—Lo consideraré —dijo finalmente, aunque ya en su mente el juego había comenzado.

Almonte se inclinó profundamente. Mientras salía del despacho imperial, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Acababa de sellar un pacto que vestiría a México de emperador… y de guerra.

Actividades de reforzamiento de la lectura

¿Qué crees que motivó a los conservadores mexicanos a buscar la intervención de un emperador extranjero en lugar de resolver sus conflictos internamente?

¿Qué opinas de la figura de Juan Nepomuceno Almonte, hijo de un insurgente pero conservador por convicción? ¿Cómo crees que su legado familiar influyó en sus decisiones políticas?

¿Crees que la intervención de potencias extranjeras en los asuntos internos de un país puede justificarse en nombre del «orden» o la «estabilidad»? ¿Qué riesgos y consecuencias implica?

¿Es ético que un grupo político busque apoyo extranjero para imponer su visión de gobierno, incluso si creen que es lo mejor para su país? ¿Dónde está el límite entre el interés nacional y la traición?

Qué lecciones podemos extraer de este episodio histórico sobre la intervención extranjera y la búsqueda de soluciones externas a problemas internos?

¿Cómo crees que este tipo de decisiones políticas, tomadas en secreto y con grandes intereses en juego, pueden afectar a las generaciones futuras?

Producto de aprendizaje: Análisis y debate sobre la intervención francesa en México

Objetivo:

  • Analizar las motivaciones políticas, históricas y personales detrás de la intervención francesa en México.
  • Reflexionar sobre las consecuencias de la intervención extranjera en los asuntos internos de un país.
  • Desarrollar habilidades de pensamiento crítico, argumentación y conexión entre el pasado y el presente.

Actividad 1: Análisis del texto

  1. Lectura y comprensión:
    • Lee el texto detenidamente y subraya las frases o pasajes que consideres clave para entender la situación histórica.
    • Identifica a los personajes principales (Napoleón III, Juan Nepomuceno Almonte, Benito Juárez) y describe sus roles y motivaciones.
  2. Preguntas guía:
    • ¿Qué propone Almonte a Napoleón III y por qué?
    • ¿Cómo reacciona Napoleón III ante la propuesta? ¿Qué factores crees que influyen en su decisión?
    • ¿Qué simboliza la mención de Benito Juárez como «el llamado presidente legítimo»?

Actividad 2: Reflexión histórica

  1. Contexto histórico:
    • Investiga brevemente el contexto histórico de México en la década de 1860. ¿Qué estaba pasando en el país que llevó a los conservadores a buscar apoyo extranjero?
    • Investiga sobre la figura de Maximiliano de Habsburgo y su papel como emperador de México.
  2. Consecuencias:
    • ¿Qué consecuencias tuvo la intervención francesa en México? ¿Cómo afectó a la población mexicana?
    • ¿Crees que la propuesta de Almonte fue una solución viable para los problemas de México en ese momento? Justifica tu respuesta.

Actividad 3: Debate

  1. Tema del debate:
    • «La intervención extranjera como solución a los conflictos internos: ¿justificable o condenable?»
  2. Instrucciones:
    • Divide la clase en dos grupos: uno a favor y otro en contra de la intervención extranjera en asuntos internos de un país.
    • Cada grupo deberá preparar argumentos basados en el texto, el contexto histórico y ejemplos actuales (si es posible).
    • Durante el debate, cada grupo tendrá la oportunidad de presentar sus argumentos y refutar los del equipo contrario.
  3. Preguntas para guiar el debate:
    • ¿Es ético que un país intervenga en los asuntos internos de otro en nombre del «orden» o la «estabilidad»?
    • ¿Qué riesgos y beneficios tiene la intervención extranjera?
    • ¿Cómo se relaciona este episodio histórico con situaciones actuales de intervención internacional?

Actividad 4: Conexión con el presente

  1. Reflexión personal:
    • Escribe un ensayo breve (1-2 páginas) respondiendo a la siguiente pregunta:
      «¿Qué lecciones podemos aprender de la intervención francesa en México que sean aplicables a los conflictos políticos actuales?»
    • Incluye ejemplos contemporáneos de intervención extranjera (si los conoces) y analiza sus similitudes y diferencias con el caso de México en el siglo XIX.
  2. Propuesta creativa:
    • Crea una línea de tiempo que muestre los eventos clave de la intervención francesa en México, desde la propuesta de Almonte hasta la caída de Maximiliano.
    • Incluye imágenes, fechas y descripciones breves de cada evento.

Actividad 5: Evaluación

  1. Rúbrica de evaluación:
    • Participación en el debate: Claridad de argumentos, uso de evidencia histórica y respeto por las opiniones contrarias.
    • Ensayo: Profundidad de la reflexión, conexión entre el pasado y el presente, y calidad de la redacción.
    • Línea de tiempo: Exactitud histórica, creatividad y presentación visual.
  2. Autoevaluación:
    • Al finalizar la actividad, los estudiantes completarán una breve autoevaluación respondiendo a las siguientes preguntas:
      • ¿Qué aprendí sobre la intervención francesa en México?
      • ¿Cómo puedo aplicar estas lecciones a mi comprensión de los conflictos políticos actuales?
      • ¿Qué habilidades desarrollé durante esta actividad (investigación, argumentación, pensamiento crítico)?

Similitudes entre el gobierno de Luis Echeverría y el de Andrés Manuel López Obrador. Cuando la historia se repite.

Al observar el panorama político actual en México, resulta inquietante el eco que resuena entre el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y la administración de Luis Echeverría Álvarez. A pesar de las diferencias de época, contexto internacional y acceso a la información, ciertos rasgos parecen heredarse de la década de los setenta a nuestros días, iluminando las aristas de un poder que se dice renovador, pero que a ratos evidencia tácticas y visiones no tan nuevas.

Una de las similitudes más evidentes es el tono discursivo: en ambos casos se recurrió con frecuencia a un lenguaje cercano al pueblo, a la retórica nacionalista y a la exaltación de la soberanía. Al igual que Echeverría buscaba presentarse como el gran garante de la justicia social, López Obrador se ha erigido como el paladín de una “Cuarta Transformación”, que promete acabar con los males heredados. Esta supuesta cercanía con la gente, basada en giras constantes, comparecencias públicas y una narrativa centrada en el “pueblo bueno”, recuerda las giras interminables y las promesas de desarrollo compartido que Echeverría enarbolaba en su momento.

La intervención del Estado en la vida económica del país es otro punto que remite a aquellos años. Echeverría alentó una mayor participación estatal con la esperanza de distribuir la riqueza y frenar las desigualdades; del mismo modo, López Obrador promueve el rescate de sectores estratégicos, el fortalecimiento de Pemex y CFE, y la puesta en marcha de megaproyectos con la esperanza de convertirlos en palancas del desarrollo nacional. Estas políticas, si bien enarbolan banderas populares, despiertan el fantasma del paternalismo estatal y del excesivo protagonismo gubernamental, volviendo a encender el debate sobre hasta qué punto el Estado debe mediatizar el mercado y la sociedad civil.

Por otra parte, la comunicación oficial, más allá de las diferencias tecnológicas, guarda inquietantes paralelismos. Las conferencias matutinas de López Obrador con sus señalamientos directos a medios y críticos nos remiten a un pasado en el que el Poder Ejecutivo marcaba la pauta del discurso público, creando un ambiente polarizado y señalando a los opositores como traidores a la patria o agentes de intereses oscuros. La insistencia en tener el monopolio de la narrativa, de establecer quién es “el enemigo interno” y de decidir qué voces merecen ser amplificadas, hace eco de las estrategias políticas de control del discurso propias del echeverrismo, aunque hoy se presente bajo un ropaje más “horizontal” y con mayor interacción ciudadana, al menos en apariencia.

La promesa de transformación y las reformas promovidas desde el poder actual evocan esa vieja tentación del presidencialismo mexicano: moldear instituciones a placer, diluir contrapesos y centralizar decisiones bajo la premisa de un poder iluminado que sabe lo que el país necesita. Igual que en tiempos de Echeverría, la justificación moral recae en el discurso del bienestar del pueblo, pero, en el fondo, se abre la pregunta: ¿no termina siendo el propio poder el principal beneficiario de estas remodelaciones institucionales?

Si bien el contexto es otro —México ya no es el país aislado de los años setenta, y la sociedad civil es más crítica y organizada. Los discursos mesiánicos, las promesas de reformas profundas, el nacionalismo exaltado y la desconfianza hacia la crítica parecen pintar un fresco ideológico que no se ha secado con el paso de las décadas. La reflexión es inevitable: ¿estamos ante una auténtica renovación del proyecto nacional o presenciamos la puesta en escena de un guion que ya conocemos demasiado bien? En esa pregunta reside el desafío para la ciudadanía que debe aprender a discernir, entre la incredulidad y la esperanza, cuál es el verdadero contenido del cambio y cuál es el eco persistente, de nuestro propio pasado.

Del relato lineal al aprendizaje colaborativo y multimodal


Tradicionalmente, la historia se transmitía a través de libros de texto y lecciones magistrales. En la actualidad, el repertorio se ha ampliado enormemente. La presencia de plataformas virtuales, repositorios digitales, bibliotecas en línea, podcasts, videos educativos, museos virtuales y colecciones interactivas abre un mundo de posibilidades. Para el docente, aprovechar este acervo implica:

  • Curaduría de contenidos digitales: Seleccionar fuentes fiables, relevantes y representativas que presenten diferentes perspectivas sobre un mismo hecho histórico.
  • Trabajo por proyectos multimedia: Motivar a los estudiantes a crear productos finales (documentales breves, galerías virtuales, podcasts, infografías interactivas) que integren información histórica contrastada.
  • Sugerencia de experiencias virtuales: Proponer visitas a museos en línea, recorridos históricos por medio de Google Earth, o reconstrucciones 3D de sitios arqueológicos, facilitando así el acceso a patrimonios culturales lejanos.

Cosechas de hambre

En la penumbra de la tienda de raya, el aire estaba cargado de polvo. Don Matías, el encargado, contaba las monedas con dedos huesudos, mientras Juan, un peón de mirada apagada, esperaba su turno con un saco de maíz a cuestas.

—Doce reales por la semana, menos lo que debes por el jabón, la manta y las velas… —dijo Don Matías, arrastrando las palabras con una voz seca.
Juan asintió. No tenía otra opción. Las monedas que le devolvieron apenas llenaron su callosa mano.

—Don Matías, ¿cuándo acabaré de pagar? —preguntó con voz rota.
—Eso solo Dios lo sabe, Juan. Y aquí, Dios no visita muy seguido.

En la esquina, María, la esposa de Juan, observaba con su hija en brazos. La pequeña no paraba de llorar, su estómago vacío resonaba más fuerte que las palabras. María se acercó al mostrador.
—Don Matías, ¿me fía un poco de leche? Le pagaré cuando venga la cosecha.
El encargado levantó la vista con fastidio.
—La hacienda no vive de promesas, mujer. Si no puedes pagar, no hay leche.

Juan apretó los puños. Su sangre hervía, pero el peso invisible del patrón y los capataces lo mantenía inmóvil. Sin embargo, aquella noche, frente al fuego en su choza, miró a María y a su hija durmiendo. Algo cambió en su interior.

—Ya no somos hombres, María. Nos han hecho tierra que solo siembra su hambre. Pero esta tierra también se puede quemar.

No dijo más. Al día siguiente, faltó a la jornada. En los campos, los rumores de una rebelión comenzaban a crecer como malas hierbas. En el cielo, una nube de polvo parecía anunciar que no había regreso.

El Encuentro

La marea acariciaba las playas con un rumor constante, casi como un susurro. Guaricú, un joven taíno, observaba el horizonte desde su canoa mientras su abuelo, Itama, canturreaba oraciones a Yúcahu, el dios de la yuca. Ese día, sin embargo, algo distinto quebró la calma.

—¿Qué es eso, abuelo? —preguntó Guaricú, señalando unas formas extrañas que asomaban en la línea donde el cielo besa al mar.

Itama entrecerró los ojos y su voz, siempre serena, se tornó grave.
—Canoas grandes como montañas… Nunca he visto algo así.

Al anochecer, las «montañas flotantes» llegaron a la bahía. De ellas descendieron hombres con piel pálida y armaduras que relucían bajo el sol. Cristóbal Colón, al frente, extendió sus manos en un gesto amistoso. Guaricú, con la curiosidad de la juventud, quiso acercarse, pero Itama lo detuvo.

—Espera. El bosque escucha y nos advierte con su silencio.

Mientras los taínos se congregaban para recibir a los extraños, Colón habló a sus hombres.
—Miradlos. Son como niños. Estos nos obedecerán, no hay duda.
Uno de sus marineros murmuró:
—¿Y si son los guardianes de un paraíso prohibido?

Colón sonrió.
—El paraíso está donde nosotros lo reclamemos.

Guaricú, aunque no entendía sus palabras, observó sus gestos. Esa sonrisa le pareció más afilada que las dagas que colgaban de sus cinturas.

—Abuelo, ¿qué crees que quieren? —preguntó en voz baja.
Itama suspiró, tocando la tierra con sus dedos arrugados.
—Dicen traer paz, pero sus ojos buscan algo más. Cuida tu corazón, Guaricú, porque hay mares que no se cruzan con canoas, sino con sueños rotos.

Al caer la noche, mientras los extraños celebraban con risas y vino, Itama y Guaricú se retiraron al bosque.
—Abuelo, ¿por qué no los enfrentamos?
Itama miró las estrellas, las mismas que siempre los guiaban.
—Porque no siempre se lucha con macanas. A veces, el espíritu resiste como la roca al río: firme y silencioso.

Guaricú no respondió, pero en su pecho sintió el peso de una verdad. Aquel encuentro no era el principio de una amistad, sino el eco de una tormenta que recién se avecinaba.

Palabras sabias

El padre y el hijo se sentaron al borde del canal, donde los reflejos de las estrellas bailaban sobre el agua negra. Las canoas pasaban en silencio, y el eco de los tambores de un templo distante llenaba el aire. El hombre, curtido por los años y las batallas, ajustó el manto de su hijo y lo miró con gravedad.

—Escucha bien, Cuauhtli. Estas palabras te harán fuerte como la piedra y sabio como el viento.

El niño, apenas con nueve lluvias, asentía con la seriedad de un hombre.

—Primero, camina siempre con la frente en alto, pero nunca tan alto que olvides a los que pisan la tierra contigo. La humildad es la raíz de los grandes hombres.

—¿Y si alguien me ofende, padre? —preguntó Cuauhtli, apretando los puños.

El hombre sonrió, colocando una mano en el hombro del niño.

—La ofensa no es más que un viento pasajero, hijo mío. Si puedes, resiste. Si no, responde como el jaguar: con fuerza, pero sin rabia. Nunca pelees por orgullo vacío; pelea por aquello que tu corazón sabe justo.

El niño bajó la mirada, pensando.

—¿Y cómo sé qué es justo?

El padre suspiró y señaló al cielo.

—Escucha a los dioses, pero escucha también a tu madre, a los ancianos, a tu pueblo. La justicia no siempre es un camino claro, pero si caminas con respeto y amor, tus pasos no se desviarán.

El niño asintió, absorbiendo cada palabra como agua en tierra seca.

—¿Y si fallo, padre?

El hombre sonrió y revolvió el cabello del niño.

—Todos fallamos, Cuauhtli. Pero el verdadero guerrero es el que se levanta después. Así como el sol, que siempre vuelve a iluminar al Anáhuac.

Las palabras quedaron flotando en el aire mientras el hombre y su hijo regresaban al hogar, dejando atrás el murmullo del agua y las estrellas.

El rugido del pueblo

La plaza de Tenochtitlan era un hervidero de voces, una tormenta de furia contenida. Moctezuma, de pie en el balcón del palacio, sentía el peso de ser Tlatoani, pero también el de un hombre roto. Las piedras de los templos, ennegrecidas por el humo de los sacrificios, parecían ahora testigos mudos de su impotencia. El aire olía a desesperación, un amargo perfume de muerte y traición.

«¡Hijos del Anáhuac!», alzó la voz, tratando de calmar las olas de cólera que azotaban su ciudad. Pero su tono no era el del guerrero que había liderado conquistas, sino el de un hombre atrapado entre dos mundos: el del águila y el del hierro extranjero. «Nuestros dioses han puesto esta prueba en nuestro camino. Este sufrimiento… no es eterno. ¡Escuchen!»

Las palabras se quebraban antes de llegar al pueblo. Desde abajo, una mujer lo señaló con el rostro marcado por lágrimas. «¡Nos entregaste a los teules!» gritó. Un guerrero, con el escudo agrietado y sangre seca en el rostro, lo acusó con su silencio, su mirada de reproche más afilada que cualquier obsidiana.

La primera piedra voló. No fue la que lo mató, pero golpeó su hombro como una premonición. Moctezuma titubeó, sintiendo cómo el aire de su ciudad, su amada Tenochtitlan, se volvía pesado. «Yo quise protegerlos», murmuró más para sí mismo que para los demás. «Lo hice por ustedes…»

Entonces, una segunda piedra. Esta vez, el impacto directo en su frente. El gran tlatoani cayó, no como el águila imperial que los códices venerarían, sino como un hombre derrotado por sus propios hijos.

En su último aliento, susurró: «Quizá, solo quizá, los dioses me dieron el rostro equivocado para este destino.» Y el eco de su voz se perdió entre el rugido del pueblo y el llanto de Tenochtitlan.

Ocaso del reformador

—¿Estás seguro que no deberías descansar, Benito? —preguntó Margarita, con los ojos llenos de preocupación.

Juárez apenas levantó la mirada de los documentos que llenaban su escritorio. La lámpara parpadeaba, proyectando sombras sobre su rostro agotado. Era julio de 1872, y el aire de Palacio Nacional, aparte de cálido, estaba cargado de tensiones, como si se presintiera lo que estaba por venir.

—El país no puede esperar —respondió Juárez con voz baja pero firme, el tono que había usado para desafiar con Maximiliano y conspiradores—. Cada firma, cada decreto… es un paso más hacia el futuro que hemos soñado.

Margarita, su compañera incansable, lo observaba en silencio. Sabía que la salud de su esposo se deterioraba, que el peso de la presidencia le cobraba factura. Pero también conocía su obstinación, esa voluntad férrea que lo había mantenido en pie durante la Guerra de Reforma y contra la invasión francesa.

—Benito, el país ya ha cambiado —insistió ella suavemente—. Deja que otros continúen la lucha.

Juárez dejó la pluma sobre el escritorio y cerró los ojos, cansado. En su mente, se dibujaban imágenes de un México dividido, aún vulnerable a las ambiciones extranjeras. ¿Y si soltaba las riendas? ¿Y si las manos que las tomaran no fueran tan firmes?

—Nadie está listo —susurró. Pero antes de que pudiera continuar, un dolor agudo le atravesó el pecho. Se llevó la mano al corazón.

—¡Benito! —gritó Margarita, corriendo hacia él.

Al despertar, estaba en su cama con rostros de preocupación a su alrededor. Mientras la vida se le escapaba entre los dedos, un pensamiento fugaz cruzó su mente: ¿Qué hubiera sido de México sin mí?

La respuesta, sin embargo, nunca llegó.

Esa noche, el reformador descansó por última vez. Pero, en algún rincón del destino, quedó la sombra de una posibilidad: si Juárez hubiera vivido más, su ambición de transformar al país podría haberse convertido en una obsesión. Tal vez, en lugar de liberar a la nación, habría acallado las voces que clamaban por cambio, aferrándose al poder como un dictador que no supo cuándo ceder.

A veces, incluso los grandes hombres necesitan saber cuándo detenerse.

El poder de una espada

El siguiente cuento no tiene rigor histórico y presenta una situación que pudo o no haber sucedido.

Era el año 1867. La República había triunfado y el Imperio se desmoronaba entre las ruinas de Querétaro. Benito Juárez, presidente legítimo de México, recorría el país reafirmando el orden constitucional. En la ciudad de Oaxaca, el pueblo lo esperaba con vítores y esperanza; sin embargo, la atmósfera era tensa. A su lado, el General Porfirio Díaz, héroe de la guerra contra la intervención francesa, aguardaba con su acostumbrado  semblante imperturbable.

Juárez descendió de su carruaje y caminó hacia Díaz, quien se mantenía erguido y serio, vestido con el uniforme impecable de los días de batalla. La plaza estaba abarrotada, pero un silencio expectante los rodeaba, como si cada alma contuviera el aliento.

—General Díaz, la patria os debe su libertad, —dijo Juárez, extendiéndole una espada de plata con la hoja pulida y el mango adornado con grabados de la majestuosa águila republicana.

Díaz aceptó la espada con solemnidad, pero sus ojos, oscuros y profundos, se clavaron en los de Juárez como si trataran de leer más allá de las palabras.

—La libertad, señor Presidente, —respondió Díaz en tono grave—, también depende de la mano que la sostiene.

Un destello de algo indescifrable cruzó el rostro de Juárez: respeto, quizá preocupación. Mantuvo la mirada fija en el joven general, tan enérgico, tan lleno de ambición.

—Por eso esta espada está en tus manos ahora, General. Que siempre recuerdes que el poder se sostiene por la justicia, no por la fuerza.

Por un instante, los dos hombres quedaron frente a frente, figuras de mármol esculpidas en un duelo de voluntades. Juárez, el guardián de la ley, parecía medir al hombre que tenía ante él, consciente de la fuerza latente bajo la compostura militar de Díaz. «¿Será él el protector de la República… o su verdugo?», pensó fugazmente.

Díaz asintió, pero una sonrisa casi imperceptible asomó en sus labios.

—La justicia, Señor  Presidente, es una cuestión de perspectiva.

El eco de sus palabras se disolvió en la plaza, pero Juárez supo que en esa respuesta había un presagio de algo más oscuro. Guardó silencio, inclinó la cabeza y se apartó. La multitud estalló en aplausos cuando los dos hombres se estrecharon la mano, ignorantes del torbellino que se agitaba en el alma del joven general.

Años después, la espada que simbolizaba la justicia se transformaría en el símbolo de un yugo. La mano que prometió defender la libertad la utilizaría para someterla, y la nación aprendería que el poder, cuando no es vigilado, se vuelve tan filoso como el filo de una espada.

Imagen ficticia generada por IA

El derrumbe

El Cerro de las Campanas se iluminaba con los rayos matutinos.  Era el 19 de junio de 1867, y el viento arrastraba el polvo y los murmullos de una ciudad que despertaba con el eco de la muerte inminente. Frente a él, la figura del Emperador Maximiliano se erguía, flanqueada por sus generales Miramón y Mejía, como una sombra alta y delgada en el amanecer. El soldado, cuyo nombre se perdería en la historia, sostuvo su arma con las manos temblorosas y sintió el peso del destino aplastarlo.

«¿Cómo fue que terminamos aquí?» Pensó, ajustando la bayoneta, mientras sus ojos se clavaban en la mirada tranquila del Emperador. Habían sido años de lucha y promesas: la restauración de un orden, la traición disfrazada de alianzas. El Imperio de Maximiliano, traído desde Europa se desmoronaba ante él. «¿Es este el fin que se merece?», se preguntó, mordiéndose los labios hasta sentir el sabor metálico de la sangre. En el rostro del Emperador no había odio ni rencor, sólo una melancolía serena que contrastaba con los gritos de «¡Viva la República!» que resonaban a lo lejos.

El soldado alzó su arma. Un sudor frío le recorrió la espalda. «Si aprieto el gatillo, será sólo una orden cumplida… pero también el eco de algo más grande que yo: el juicio de la historia». El tambor del pelotón sonó. El Emperador se despidió con un gesto digno, y el soldado sintió que disparaba no a un hombre, sino a una época. «Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!” . El estruendo cesó, la figura cayó lentamente, como su Imperio desplomándose en silencio.

El viento se llevó el humo y el soldado bajó el arma, consciente de que ese instante quedaría grabado, no en él, sino en la memoria de la historia no contada.

Curiosidad: En ésta pintura de Manet, en un detalle significativo, los soldados que disparan a Maximiliano visten uniformes que se asemejan a los de las tropas francesas lo que se interpreta como una denuncia al intervencionismo de Francia en México y el posterior abandono del emperador Maximiliano. Manet coloca a los soldados casi como autómatas, enfatizando el carácter mecánico de las ejecuciones políticas y la falta de responsabilidad personal en estos actos.