Arribado al poder, Antonio López de Santa Anna se encontró con las arcas del país más vacías que un cántaro en el desierto. Sentado en el salón del Palacio Nacional, Santa Anna tamborileaba los dedos sobre la mesa. Frente a él, sus ministros aguardaban en silencio, expectantes.
—Necesitamos dinero —dijo al fin, con su característica altivez—. La patria se sostiene con tributos.
Un secretario carraspeó.
—Se ha gravado el comercio, los pulques, hasta los nacimientos y defunciones, Alteza Serenísima. El pueblo está al límite.
Santa Anna sonrió.
—Entonces busquemos lo que aún no paga su tributo. Eso dejó al gobernante pensando.
Una noche, mientras paseaba por las calles de la ciudad, observó las casas iluminadas por la luz de las velas que se filtraba por las ventanas. De pronto, una idea brilló en su mente como un relámpago: «¿Y si cobramos por cada ventana? ¡Y por las puertas también!».
Al día siguiente, decretó una contribución de un real por cada puerta y cuatro centavos por cada ventana. Pero no se detuvo ahí. Al ver a un hombre montando un caballo robusto, pensó: «Ese frisón debe pagar más que un caballo flaco». Y así, los caballos también fueron gravados.
Sin embargo, fue el ladrido de un perro lo que terminó de inspirar su plan. «¡Un peso mensual por cada perro!», exclamó, convencido de que hasta las mascotas debían contribuir al erario.
La gente, entre indignada y resignada, comenzó a tapiar ventanas, vender caballos y regalar perros. Las calles se llenaron de casas oscuras y silenciosas, mientras Santa Anna, satisfecho, contaba las monedas. Pero pronto descubrió que, aunque las ventanas estaban cerradas, las ideas de rebeldía seguían abiertas. Y esas, no tenían impuesto que las detuviera.
Actividades de reafirmación
¿Crees que los impuestos de Santa Anna fueron una solución justa para resolver los problemas económicos del país? ¿Por qué?
¿Cómo crees que afectó a la población el tener que pagar impuestos por elementos básicos como puertas y ventanas?
¿Cómo podría haberse ejercido el poder de manera más equitativa y justa en esa situación?
¿Crees que este relato tiene alguna conexión con situaciones actuales relacionadas con impuestos o políticas gubernamentales? ¿Cuáles?
En el Cerro de las Campanas, Maximiliano alzó la vista hacia el cielo azul de Querétaro. «Que mi sangre sea la última», susurró. El eco del disparo se mezcló con el viento, y tres cuerpos cayeron al polvo. Pero México, herido, no descansó; su lucha apenas comenzaba.
Título de la actividad:«El eco de la historia: Maximiliano y la lucha de México»
Objetivo: Reflexionar sobre el impacto histórico de la ejecución de Maximiliano de Habsburgo y su significado en el contexto de la lucha por la consolidación de México como nación.
Contesta las siguientes preguntas de reflexión:
¿Qué crees que sintió Maximiliano en sus últimos momentos al decir: «Que mi sangre sea la última»? ¿Era esto un acto de resignación, de esperanza o de arrepentimiento?
¿Crees que Maximiliano fue un idealista malinterpretado o un invasor que no comprendió la realidad de México? Justifica tu respuesta.
¿Por qué crees que la ejecución de Maximiliano fue un momento crucial en la historia de México? ¿Qué simbolizó para los mexicanos de la época?
¿Cómo crees que la intervención francesa y el Segundo Imperio Mexicano afectaron la identidad y la soberanía de México?
El texto menciona que «México, herido, no descansó». ¿Qué luchas crees que continuaron después de este evento?
Actividad final
Divide a los participantes en dos grupos. Uno defenderá la postura de que la ejecución de Maximiliano fue necesaria para la consolidación de México como nación, y el otro argumentará que fue un acto innecesario que pudo haberse evitado. Cada grupo deberá basar sus argumentos en el contexto histórico y en las reflexiones previas.
El aire fresco del Adriático acariciaba suavemente las murallas del castillo de Miramar. Maximiliano de Habsburgo caminaba por los jardines de su residencia, admirando el paisaje sereno, pero su mente no descansaba. Aquel día, los enviados de México llegarían para ofrecerle un destino que, aunque lejano y lleno de incertidumbre, podría cambiar para siempre su vida y la historia del continente americano.
El sol estaba en su punto más alto cuando la comitiva mexicana llegó al castillo, rodeada por un aire solemne. José María Gutiérrez Estrada, líder de la misión, avanzó con pasos firmes hacia el archiduque, quien esperaba en la entrada junto a su esposa, Carlota, y algunos de sus consejeros más cercanos. Gutiérrez Estrada, un hombre de semblante serio y mirada calculadora, fue el primero en hablar.
—Majestad, venimos de una tierra desgarrada por la guerra, un país dividido entre liberales y conservadores. El pueblo mexicano, aunque sumido en el caos, busca una solución. Y esa solución, creemos, puede encontrarse en su persona.
Maximiliano los observó con atención, sintiendo el peso de las palabras de Gutiérrez. Sus ojos se movieron entre los rostros de los demás miembros de la comitiva, hombres de poder, entre ellos José Manuel Hidalgo y el padre Francisco Javier Miranda, quienes parecían esperar una respuesta definitiva.
—¿Una solución? —preguntó Maximiliano, su voz cargada de cautela—. ¿De qué solución hablan? México no es una tierra fácil. La guerra ha consumido a su pueblo, y la intervención extranjera ha dejado cicatrices profundas. ¿Qué quieren de mí? ¿Por qué yo?
Gutiérrez Estrada dio un paso adelante, sacando de su capa un documento, que presentó con reverencia.
—Venimos a ofrecerle la corona de México, Majestad. El Imperio Mexicano necesita un soberano, y su linaje tiene una legitimidad histórica que puede restaurar el orden. Además, su nombre está respaldado por Napoleón III, el emperador de Francia, quien nos ha asegurado su apoyo en este proyecto.
Maximiliano frunció el ceño al escuchar el nombre de Napoleón III. Ya conocía los movimientos de Francia en el continente, su deseo de extender su influencia en América, y la oferta de la corona le parecía demasiado vinculada a los intereses de un poder extranjero. A pesar de esto, su mente comenzó a trabajar rápidamente. Recordó las palabras de su hermano, el emperador Francisco José de Austria, quien había sido cauteloso ante las noticias sobre México, pero nunca había descartado completamente la idea.
—¿Y qué es lo que le ofrece México a cambio? —preguntó Maximiliano, intentando ocultar la tensión de su voz—. Un trono respaldado por Francia y un país dividido por la guerra. No puedo tomar una decisión sin estar seguro de que la nación me desea. No puedo ser un títere en manos de Napoleón III ni de los intereses de unos pocos.
José Manuel Hidalgo, amigo cercano de la emperatriz Eugenia, intervino suavemente:
—La nación está dividida, es cierto, pero los conservadores y gran parte de la élite mexicana lo apoyan. El pueblo, aunque aún no ha hablado de forma directa, está cansado de la guerra y de los gobiernos débiles. La intervención de Francia ha permitido a muchos ver en usted una figura capaz de restaurar el orden, y su herencia de los Habsburgo ofrece una legitimidad histórica que no encontramos en otros.
El padre Francisco Javier Miranda, un sacerdote de mirada penetrante, asintió en silencio, pero sus palabras fueron más certeras.
—El proyecto es ambicioso, Majestad. Pero no se trata solo de restaurar el orden en México, sino también de frenar la expansión de la influencia norteamericana. Si México cae en manos republicanas, el equilibrio de poder en América cambiaría para siempre. Un México imperial, bajo su gobierno, podría convertirse en un bastión contra las ambiciones anglosajonas.
Maximiliano permaneció en silencio por un momento, digiriendo las palabras de los enviados. A pesar de las dudas que surgían, algo en su interior le decía que esta propuesta no era solo una oferta política, sino una oportunidad única para dejar su huella en la historia. Recordó las discusiones familiares, cuando su madre le hablaba de la gloria de la Casa de Austria y su deber con la historia. México, en su mente, no solo era una nación dividida, sino una tierra que necesitaba un faro, un líder que, como los antiguos monarcas, pudiera darle estabilidad.
Finalmente, rompió el silencio:
—¿Y cómo puedo estar seguro de que el pueblo mexicano me aceptará como su emperador? No quiero que mi ascensión al trono dependa solo de los intereses de unos pocos hombres. Mi legitimidad debe nacer del consentimiento de la nación, no solo de las decisiones de unos cuantos.
José María Gutiérrez Estrada, consciente de la gravedad de la pregunta, replicó con firmeza:
—Majestad, antes de que llegáramos, ya habíamos recibido señales del apoyo de la alta sociedad y de la Iglesia. Pero comprendo su duda. Es por eso que le ofrecemos un compromiso formal: si acepta la oferta, realizaremos un plebiscito en las ciudades más importantes para garantizar que su reinado sea legítimo. La nación lo llamará a gobernar, no solo los conservadores.
Maximiliano se quedó pensativo. La oferta era tentadora, pero las implicaciones eran profundas. Miró a Carlota, quien permanecía en silencio a su lado, observando la escena con una mezcla de esperanza y temor.
—Lo haré —dijo finalmente, con la decisión de un hombre que, aunque lleno de incertidumbres, veía una oportunidad que no podía dejar escapar—. Acepto la propuesta, pero con la condición de que mi gobierno sea respaldado por una manifestación nacional. Si el pueblo mexicano lo desea, me comprometo a liderarlos.
Gutiérrez Estrada sonrió, y los demás miembros de la comitiva intercambiaron miradas de satisfacción. Sabían que habían logrado lo que muchos creían imposible: convencer a un hombre de Europa para que aceptara gobernar México. Sin embargo, el destino de Maximiliano estaba lejos de ser seguro, y el futuro del país pendía de un hilo.
El presente es un cuento y narra una situación que pudo o no haber ocurrido
Contexto: México, 1863. La intervención francesa y la primera reunión entre los conservadores mexicanos y Maximiliano de Habsburgo en tierras mexicanas.
El viento cálido de Veracruz soplaba con fuerza aquella mañana de octubre de 1863, mientras Maximiliano de Habsburgo desembarcaba en el puerto. A su llegada, lo recibió una multitud expectante, pero fue el grupo de conservadores quienes lo esperaban con más ansias. Habían sido meses de intrincadas negociaciones, promesas de apoyo y ilusiones de un imperio que apenas nacía. Los ojos del archiduque brillaban con una mezcla de esperanza y cautela, pues sabía que su destino estaba en manos de los hombres que ahora le ofrecían la gloria de un imperio.
El viaje desde Europa había sido largo y lleno de incertidumbres. Maximiliano había aceptado la propuesta de los conservadores mexicanos con la promesa de restaurar el orden y las instituciones en un país desgarrado por la guerra. Pero, mientras cruzaba el Atlántico, los ecos de las noticias que llegaban desde México le mostraban un panorama sombrío. Los republicanos, bajo el mando de Benito Juárez, seguían luchando. ¿Qué le ofrecían estos hombres, realmente? ¿Una nación a su pies o simplemente una marioneta en manos de Francia?
Al desembarcar, lo recibieron con los brazos abiertos: Miguel de la Peña, José María Iglesias, Manuel Robles Pezuela y otros prominentes líderes conservadores, todos ellos sonrientes, como si su llegada fuera el inicio de una nueva era. Maximiliano, vestido con su uniforme militar, les extendió la mano con elegancia, pero su mirada revelaba una inquietud apenas disimulada.
—Bienvenido a México, su Majestad —dijo Miguel de la Peña, su voz reverberando con la solemnidad de un hombre que sabía que la historia estaba a punto de escribirse a su favor.
—Es un honor —respondió Maximiliano, sin ocultar su incomodidad. —He venido a traer paz y prosperidad. A dar a México una estabilidad que ha perdido durante años.
Robles Pezuela dio un paso al frente, inclinando la cabeza.
—Lo sabemos, Majestad. —su tono era dulce pero firme—. Por eso hemos pedido su presencia. México necesita un hombre fuerte, un emperador que pueda unir a la nación. Los liberales, con su caudillo Benito Juárez, han dividido al pueblo. Pero nosotros, los conservadores, somos los que realmente entendemos la grandeza de esta tierra.
Maximiliano asintió lentamente, mirando a cada uno de los hombres que lo rodeaban. Sabía que su llegada no era el fruto de un simple deseo de restaurar el orden, sino que era parte de un complejo juego de intereses, donde Francia tenía mucho que ganar.
—Entonces, ¿quiénes son los verdaderos dueños de este país? —preguntó, de forma casi retórica. La tensión en el aire creció al instante.
Iglesias, quien hasta ese momento había permanecido callado, respondió con una mirada calculadora:
—Majestad, los verdaderos dueños de México somos nosotros, los conservadores. Somos los que representamos la unidad, la fe y el orden. No los liberales, que han sumido al país en el caos. Usted es la figura que necesitamos para traer estabilidad. Los franceses nos apoyarán, y con su liderazgo, juntos podremos lograr lo que tanto hemos soñado: un México imperial bajo su gobierno.
Maximiliano los observó en silencio, reflexionando sobre sus palabras. La idea de un imperio mexicano, de un gobierno que estuviera alineado con las tradiciones católicas y monárquicas de Europa, le resultaba atractiva, pero también peligrosa. ¿Y si todo esto era solo una fachada? ¿Qué tan legítimo sería su reinado si su poder descansaba en las manos de Francia?
—Entiendo —dijo finalmente, tomando aire. —Veo que muchos de ustedes han confiado en mí. Pero debo advertirles que no soy un monarca títere. Mi gobierno, de ser aceptado por el pueblo, deberá ser legítimo, con el apoyo de todos los mexicanos, no solo de un grupo selecto.
De la Peña esbozó una sonrisa que no alcanzó a iluminar por completo su rostro.
—Lo entendemos perfectamente, Majestad. Los conservadores le ofreceremos todo el apoyo que necesita para gobernar. Y, por supuesto, los franceses estarán de su lado. México necesita a alguien con su sangre real para darle grandeza.
Maximiliano, sin embargo, no pudo evitar sentir una punzada de desconfianza al escuchar esas palabras. Sabía que los conservadores lo veían como una pieza valiosa, pero también como una herramienta. Los franceses, que ya habían comenzado a intervenir en México, tenían sus propios intereses, y Maximiliano era consciente de que, al aceptar la corona, su destino estaría entrelazado con el de los intereses de Napoleón III.
—No estoy aquí para ser una marioneta —dijo, con una firmeza inesperada—. Si acepto, lo haré por México, no por los intereses de nadie más. Lo que quiero es ver un México unido, fuerte y próspero. Pero también quiero ver un país que elija su destino por sí mismo.
Los conservadores lo miraron, impresionados por su determinación. Iglesias dio un paso adelante, sonriendo.
—Entonces, Majestad, le damos la bienvenida a su nuevo hogar. El futuro de México está en sus manos.
Maximiliano asintió lentamente, mirando el horizonte de Veracruz. Aunque las palabras de los conservadores sonaban llenas de promesas, algo en su interior le decía que lo que estaba a punto de iniciar sería un juego peligroso, donde no todo lo que brillaba era oro.
El presente es un cuento sin rigor histórico de una situación que pudo o no haber pasado.
La luz de las velas parpadeaba en el despacho del emperador Napoleón III. Detrás de la mesa de caoba, el monarca escuchaba en silencio al emisario mexicano. El hombre, vestido con un sobrio frac negro y un medallón reluciente al cuello, deslizaba sus palabras con la precisión de un sastre:
—Majestad, México está dividido y convulsionado. Los conservadores le ofrecemos la oportunidad de traer el orden bajo la sombra de su manto imperial.
Napoleón III, con la mirada fija en el mapa del continente americano, entrelazó las manos con parsimonia.
—¿Y cómo esperan ustedes que Francia tome semejante riesgo, señor Almonte? —su voz, tranquila pero afilada, cortaba el aire—. México ha expulsado a imperios antes.
Juan Nepomuceno Almonte, hijo del insurgente Morelos, pero conservador por convicción, inclinó la cabeza apenas lo suficiente como para no parecer servil.
—No hablamos de una invasión, majestad, sino de un llamado. Los pueblos necesitan un guía, y Maximiliano de Habsburgo, bajo su beneplácito, podría ser el emperador. Su nombre traería la estabilidad que nuestro México tanto anhela.
Napoleón apoyó el codo en el brazo de la silla y se frotó la barbilla, pensativo. Las sombras jugaban en las paredes, como augurando un destino incierto.
—Un emperador en América… Interesante. Pero, ¿y Juárez? ¿El llamado presidente legítimo?
Almonte sonrió apenas, confiado.
—Juárez es un hombre tenaz, pero un hombre al fin. Sus recursos son limitados, su tiempo se agota. Usted, majestad, podría poner un pie firme en el Nuevo Mundo antes de que los norteamericanos lo reclamen todo.
Napoleón se levantó y caminó hacia la ventana. París dormía, ajena a las intrigas que cambiarían el rumbo de dos naciones.
—Lo consideraré —dijo finalmente, aunque ya en su mente el juego había comenzado.
Almonte se inclinó profundamente. Mientras salía del despacho imperial, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Acababa de sellar un pacto que vestiría a México de emperador… y de guerra.
Actividades de reforzamiento de la lectura
¿Qué crees que motivó a los conservadores mexicanos a buscar la intervención de un emperador extranjero en lugar de resolver sus conflictos internamente?
¿Qué opinas de la figura de Juan Nepomuceno Almonte, hijo de un insurgente pero conservador por convicción? ¿Cómo crees que su legado familiar influyó en sus decisiones políticas?
¿Crees que la intervención de potencias extranjeras en los asuntos internos de un país puede justificarse en nombre del «orden» o la «estabilidad»? ¿Qué riesgos y consecuencias implica?
¿Es ético que un grupo político busque apoyo extranjero para imponer su visión de gobierno, incluso si creen que es lo mejor para su país? ¿Dónde está el límite entre el interés nacional y la traición?
Qué lecciones podemos extraer de este episodio histórico sobre la intervención extranjera y la búsqueda de soluciones externas a problemas internos?
¿Cómo crees que este tipo de decisiones políticas, tomadas en secreto y con grandes intereses en juego, pueden afectar a las generaciones futuras?
Producto de aprendizaje: Análisis y debate sobre la intervención francesa en México
Objetivo:
Analizar las motivaciones políticas, históricas y personales detrás de la intervención francesa en México.
Reflexionar sobre las consecuencias de la intervención extranjera en los asuntos internos de un país.
Desarrollar habilidades de pensamiento crítico, argumentación y conexión entre el pasado y el presente.
Actividad 1: Análisis del texto
Lectura y comprensión:
Lee el texto detenidamente y subraya las frases o pasajes que consideres clave para entender la situación histórica.
Identifica a los personajes principales (Napoleón III, Juan Nepomuceno Almonte, Benito Juárez) y describe sus roles y motivaciones.
Preguntas guía:
¿Qué propone Almonte a Napoleón III y por qué?
¿Cómo reacciona Napoleón III ante la propuesta? ¿Qué factores crees que influyen en su decisión?
¿Qué simboliza la mención de Benito Juárez como «el llamado presidente legítimo»?
Actividad 2: Reflexión histórica
Contexto histórico:
Investiga brevemente el contexto histórico de México en la década de 1860. ¿Qué estaba pasando en el país que llevó a los conservadores a buscar apoyo extranjero?
Investiga sobre la figura de Maximiliano de Habsburgo y su papel como emperador de México.
Consecuencias:
¿Qué consecuencias tuvo la intervención francesa en México? ¿Cómo afectó a la población mexicana?
¿Crees que la propuesta de Almonte fue una solución viable para los problemas de México en ese momento? Justifica tu respuesta.
Actividad 3: Debate
Tema del debate:
«La intervención extranjera como solución a los conflictos internos: ¿justificable o condenable?»
Instrucciones:
Divide la clase en dos grupos: uno a favor y otro en contra de la intervención extranjera en asuntos internos de un país.
Cada grupo deberá preparar argumentos basados en el texto, el contexto histórico y ejemplos actuales (si es posible).
Durante el debate, cada grupo tendrá la oportunidad de presentar sus argumentos y refutar los del equipo contrario.
Preguntas para guiar el debate:
¿Es ético que un país intervenga en los asuntos internos de otro en nombre del «orden» o la «estabilidad»?
¿Qué riesgos y beneficios tiene la intervención extranjera?
¿Cómo se relaciona este episodio histórico con situaciones actuales de intervención internacional?
Actividad 4: Conexión con el presente
Reflexión personal:
Escribe un ensayo breve (1-2 páginas) respondiendo a la siguiente pregunta: «¿Qué lecciones podemos aprender de la intervención francesa en México que sean aplicables a los conflictos políticos actuales?»
Incluye ejemplos contemporáneos de intervención extranjera (si los conoces) y analiza sus similitudes y diferencias con el caso de México en el siglo XIX.
Propuesta creativa:
Crea una línea de tiempo que muestre los eventos clave de la intervención francesa en México, desde la propuesta de Almonte hasta la caída de Maximiliano.
Incluye imágenes, fechas y descripciones breves de cada evento.
Actividad 5: Evaluación
Rúbrica de evaluación:
Participación en el debate: Claridad de argumentos, uso de evidencia histórica y respeto por las opiniones contrarias.
Ensayo: Profundidad de la reflexión, conexión entre el pasado y el presente, y calidad de la redacción.
Línea de tiempo: Exactitud histórica, creatividad y presentación visual.
Autoevaluación:
Al finalizar la actividad, los estudiantes completarán una breve autoevaluación respondiendo a las siguientes preguntas:
¿Qué aprendí sobre la intervención francesa en México?
¿Cómo puedo aplicar estas lecciones a mi comprensión de los conflictos políticos actuales?
¿Qué habilidades desarrollé durante esta actividad (investigación, argumentación, pensamiento crítico)?