Cosechas de hambre

En la penumbra de la tienda de raya, el aire estaba cargado de polvo. Don Matías, el encargado, contaba las monedas con dedos huesudos, mientras Juan, un peón de mirada apagada, esperaba su turno con un saco de maíz a cuestas.

—Doce reales por la semana, menos lo que debes por el jabón, la manta y las velas… —dijo Don Matías, arrastrando las palabras con una voz seca.
Juan asintió. No tenía otra opción. Las monedas que le devolvieron apenas llenaron su callosa mano.

—Don Matías, ¿cuándo acabaré de pagar? —preguntó con voz rota.
—Eso solo Dios lo sabe, Juan. Y aquí, Dios no visita muy seguido.

En la esquina, María, la esposa de Juan, observaba con su hija en brazos. La pequeña no paraba de llorar, su estómago vacío resonaba más fuerte que las palabras. María se acercó al mostrador.
—Don Matías, ¿me fía un poco de leche? Le pagaré cuando venga la cosecha.
El encargado levantó la vista con fastidio.
—La hacienda no vive de promesas, mujer. Si no puedes pagar, no hay leche.

Juan apretó los puños. Su sangre hervía, pero el peso invisible del patrón y los capataces lo mantenía inmóvil. Sin embargo, aquella noche, frente al fuego en su choza, miró a María y a su hija durmiendo. Algo cambió en su interior.

—Ya no somos hombres, María. Nos han hecho tierra que solo siembra su hambre. Pero esta tierra también se puede quemar.

No dijo más. Al día siguiente, faltó a la jornada. En los campos, los rumores de una rebelión comenzaban a crecer como malas hierbas. En el cielo, una nube de polvo parecía anunciar que no había regreso.