Sociedad dividida

La ciudad de México despertaba con el eco de los pregones que resonaban entre las calles empedradas, donde la humedad del alba se aferraba a las piedras y hacía resbalar las sandalias de los tamemes, quienes, con esfuerzo, cargaban sacos de maíz y cacao hacia los mercados. El aire olía a tierra mojada y a leña quemada, mezclado con el aroma dulzón de los tamales humeantes que una mujer mulata, de vestido desgastado pero digno, ofrecía desde su puesto junto al portal de los mercaderes. Su hijo mestizo, descalzo y ágil, correteaba entre los transeúntes, esquivando con destreza a los cargadores y los curiosos.

—¡Pan de trigo y de maíz, recién horneado! —gritaba un joven peninsular de rostro sonrosado y mandil blanco, mientras atendía la tahona de su padre, un hombre de mirada severa y manos callosas que vigilaba cada movimiento desde el fondo del local. El olor a pan fresco se mezclaba con el murmullo de la gente que comenzaba a llenar las calles.

En una esquina cercana, un indígena con tilma raída y mirada cansada aguardaba en silencio. Bajaba la cabeza cada vez que un caballero montado, vestido con finas telas traídas de Castilla, pasaba a su lado. Sabía que su lugar no era interponerse en el camino de los criollos, ni mucho menos de los españoles nacidos en la península. Su presencia en la ciudad era tolerada, pero nunca aceptada.

Por la calle de Tacuba, un grupo de damas cubiertas con mantillas de encaje caminaba con gracia, susurrando entre sí sobre los últimos chismes de la plaza. A su lado, una esclava negra cargaba canastas llenas de frutas exóticas sin pronunciar una queja, aunque su mirada se perdía más allá de los altos muros de los conventos, donde la libertad era solo una palabra susurrada en sueños.

De pronto, el ritmo cotidiano de la mañana se vio interrumpido por la voz áspera de un alguacil que detuvo a un hombre de tez morena y cabello rizado.

—¡Papeles! —exigió el funcionario, escudriñando al hombre con una mezcla de desconfianza y superioridad.

El detenido titubeó por un momento antes de sacar un documento viejo y arrugado de entre su ropa. «Libre», decía el papel, con un sello descolorido que apenas se distinguía. Pero el alguacil esbozó una sonrisa burlona. En la Nueva España, el color de la piel hablaba más fuerte que cualquier pergamino, y aquel hombre, aunque libre en el papel, seguía siendo prisionero de su herencia.

La escena no pasó desapercibida para los transeúntes, quienes bajaron la mirada y apresuraron el paso, recordando que en aquel mundo dividido por castas y jerarquías, la justicia era un privilegio, no un derecho. Mientras tanto, el sol ascendía sobre la gran ciudad, iluminando las contradicciones de un sistema que se sostenía sobre el trabajo de unos y el silencio de muchos.